Una generación está creciendo con la idea de que asesinar es algo normal
Por Benjamín Torres Gotay /btorres@elnuevodia.com
A una mujer le derraman un trago en un baile y, en respuesta, su acompañante, al estilo de las películas de Quentin Tarantino, desenfunda su revólver, mata a dos y deja heridos a unos cuantos. Casi puede imaginárselo uno soplando después el humo del cañón con una mirada de serena maldad, tomando del brazo a la dama cuyo honor o traje consideró apropiado defender de esa manera y perdiéndose junto a ella en lo negro de la noche.
Lo único que le daña la trama es que ninguna de las personas a las que mató fue la que le derramó el trago a su novia.
Un gerente de un restaurante de comida rápida, casado, saca a pasear a una de sus empleadas y la lleva a un bar. Estando allí, un joven que se ganaba la vida como auditor municipal tal parece que encontró atractiva a la empleada, se lo quiso hacer saber con una mirada, al gerente no le
gustó y caminó tranquilamente hacia el incipiente galán a matarlo de un balazo en la cabeza.Lo único que al gerente le salió mal fue que la jovencita por la cual había tomado tan drástica medida tal parece que no se lo agradeció y se negó a acompañarlo en su huida.
Estas dos anécdotas no provienen de buenas o malas películas de acción, sino que son hechos reales ocurridos hace poco aquí, el primero en Bayamón y el segundo, en Salinas. Son apenas dos ejemplos de muchos que podrían haberse citado de lo violenta e irracional que se ha vuelto la vida colectiva en nuestro país en tiempos recientes.
Matar, que en otros tiempos era un último y desesperado recurso, como que se ha vuelto de repente una cosa cotidiana. Lo que antes era una decisión grave es ahora, como podemos ver, una acción rutinaria a la que se recurre por los más inocuos motivos.
El hombre que mata a la mujer porque lo quiere dejar, el que mata a su vecino a tubazos porque no le gusta que queme basura, el adolescente que le da un tiro a un comerciante que ya le dio todo lo que tenía, todos esos, también, son ejemplos de esta afición por matar que nos ha entrado de repente.
La vida, en fin, como que cada día vale menos.
Las monumentales penas que pasan quienes pierden seres queridos así, más las que también viven los cercanos a los que arruinan su propia vida de manera tan absurda, ganándose la cárcel de por vida por no haber podido ponerle bridas a sus impulsos en lo que puede haber sido una momentánea ceguera fugaz como un relámpago, son sólo una de las implicaciones, si bien la más seria, de esta fiebre de matar que nos arropa.
También está el efecto que esto tiene en el resto de la sociedad, sobre todo en la generación que se está criando entre cuentos de que fulano mató a mengano por esta o aquella razón. Así, vemos niños y niñas de cuatro, cinco, seis años, hablándose entre ellos de matanzas, tiroteos, atentados; creciendo, sin duda, con la idea de que matar es una manera del todo normal de resolver una diferencia.
No es difícil imaginar la familiaridad con las maneras violentas de resolver diferencias que tendrá una niña o niño que haya oído que a un primo, vecino, amigo o conocido lo mataron así porque sí. Esto, por no mencionar los que, al andar en el asiento trasero del carro de mamá o papá en una tarde o noche cualquiera, en una calle o avenida cualquiera, se toparon, como nos pasa a tantos, con un cadáver cubierto de una sábana ensangrentada, rodeado de investigadores. O los que, al dormir en la noche oyen, cerca o lejos, el rumor de las balaceras, que en tantos rincones de nuestro país hacen la función que antes hacían los coquíes.
Como podemos ver, estamos ante un reto monumental como país y este problema, contrario a lo que seguramente están pensando muchos, no es un problema ni de este gobierno, ni del pasado ni del que venga después.
Es un desafío de toda la sociedad que, mientras crece en torno nuestro esta generación contaminada por la violencia, sigue entreniéndose en nimiedades, incapaz, como siempre, de reconocer un problema que nos afecta a todos y que está más cerca de lo que tal vez hemos imaginado, de salírsenos para siempre de las manos.
El que tenga oídos para oír, pues, que oiga.
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